jueves, 30 de junio de 2011

Ejido Cañada Honda I, municipio de Cadereyta de Montes, Querétaro (actualmente)

Es lunes. Todavía está lejos el amanecer. Los campesinos suben apresuradamente a la camioneta pick up. Tienen que llegar a la cabecera municipal antes de las cinco de la mañana. El frío los castigará todo el camino. El aire helado, estos meses, a la velocidad del vehículo, corta la piel y los músculos y muerde el hueso. Pero hay que ir a buscar el trabajo a la capital del estado. Es allá, en la gran ciudad, donde se puede conseguir el efectivo necesario para los gastos corrientes y para ropa y calzado, aunque lo esencial del alimento esté cubierto por el escaso ganado de traspatio y por la producción de maíz y frijol para autoconsumo.
–Véngase aquí, doña Carmen, junto a mí va a viajar más calientita.
La aludida ve hacia otro lado con desprecio y se sienta en el rincón más alejado de la caja de la camioneta de don Pedro, aunque ahí vaya a golpear más fuerte el frío. Dos señoras, que suben a la camioneta ayudadas por sus esposos se sientan a cada lado de ella.
Como cada lunes doña Carmen está muy triste. Es duro dejar solos a sus dos hijos, Lencho y el Beto, que todavía son unos críos. Si no fuera por el abuelo no sabría qué hacer. Cuando trabajaba de costurera en la fábrica de Plytex, en Caderyta, al menos todos los días regresaba al ejido. Ahora que cerraron la maquiladora tiene que ir a trabajar hasta Querétaro, como sirvienta en casa de ricos. Pero sin eso y con el esposo muerto hace ya casi cuatro años tiene que salir adelante ella sola. Al menos Lencho y el Beto no son unos calaveras y el mayor ya apunta como muy responsable. Doña Carmen sabe que ya se levantaron y pronto emprenderán el camino a su escuela secundaria.
–¡Qué bueno que no le hace caso a ese cabrón de Antonio! Mejor entre la Mari y yo, con esta cobija, nos calentamos solitas – comenta la señora que sentó junto a ella.
Doña Carmen dibuja una amplia sonrisa de agradecimiento y sigue en silencio. Va a ser dura la semana en la ciudad.
–Buenos días a todos – saluda jovial Marcial al subir a la camioneta que está a punto de partir – Buenas tía, tápese bien porque hace mucho frío – le dice en un aparte y muy respetuosamente a doña Carmen – Mi mamá ya está mejor, con el dinero que manda papá de los Yunaites la pudimos llevar con un buen doctor hasta Querétaro.
–Sí, ayer cuando tú andabas en el futbol visité a mi hermana. Realmente la vi mucho mejor ¿Y qué tal la chamba en Querétaro?
–Eso de la albañilería está muy mal ahorita, tía. Si no fuera por la enfermedad de mamá ya me hubiera ido yo también al norte. Hoy voy a Querétaro sin chamba asegurada. Pero ya ve, ahí en la central siempre hay quien va a buscar albañiles los lunes. Espero que tenga suerte y me salga una chamba de unos tres o cuatro días al menos.
Marcial coloca cuidadosamente la mochila con sus herramientas en el piso de la camioneta, con cuidado de no molestar a nadie, cosa difícil porque el vehículo va abarrotado.
La camioneta parte. El frío hace que todos se acurruquen unos contra otros en la parte trasera de la pick up, que no cuenta con ninguna protección.
***
Los hijos de doña Carmen
La vereda serpentea y de pronto baja en forma abrupta al fondo de una barranca. Hace frío. Hacia el este se adivina el resplandor de una ciudad importante. Son las luces de la cabecera municipal. Pronto la alborada borrará esa luminiscencia. Parte del lomerío por el que desciende el sendero está cubierto por sembradíos de maíz, listos para ser cosechados. Son terrenos ejidales, puro lomerío, gran parte cerro abrupto. Pocas son las laderas donde se puede sembrar el maíz, tan noble que no necesita planicies para producir. La escasa precipitación pluvial hace que muchos años las siembras no den más que rastrojo. Aunque en este año en el semidesierto circundante haya llovido poco, en estas lomas y por los vientos que encajona la cañada las lluvias fueron suficientes para que el maíz diera buenas mazorcas. Por el atajo que desciende hacia el torrente avanzan dos figuras delgadas: un joven de unos quince años y muchachillo de doce.
–Apúrate Beto –dice el mayor, que camina delante – No vayamos a llegar tarde a la escuela.
–Por tu culpa nos dejó don Pedro y ahora me carrereas.
–No te quejes, así nos ahorramos los catorce pesos del pasaje.
–Está bien, así me compro algo en la cooperativa.
–Mejor se los dejamos a mamá.
–Ella trabaja.
–Sí, de sirvienta en Querétaro –murmura con tristeza el mayor, entre dientes, sólo para sí.
Ambos caminan en silencio un buen rato. Ya cruzaron el torrente casi siempre seco y están iniciando la subida por la otra ladera. Llegan a la carretera de terracería y empiezan a caminar por su orilla.
–Oye, Lencho, si pasa una camioneta le pedimos aventón.
–Llevamos buen tiempo. Mejor le seguimos a pie hasta Guadalupe.
–Que se me hace que el dinero no lo quieres para mamá, sino para juntar lo que necesitas para irte al norte.
–Como sea me voy a ir al norte. No más acabo la secundaria y me pinto.
–¿Y qué, cabrón?, ¿me vas a dejar sólo?
–No seas llorón, te quedas con el abuelo. Ya ves que cuenta cosas bien chulas.
Continúan su marcha en silencio. A buen paso. Pronto Lencho dobla a la derecha y enfila por una vereda apenas visible que asciende rápidamente. Cortar por esos atajos hace más pesada la caminata pero lo siete kilómetros por terracería se convierten en menos distancia y tiempo para llegar a la escuela de la pequeña población de Santa María de Guadalupe.
Empieza a clarear y Beto avanza bullanguero. Se agacha, toma una piedra y la lanza con fuerza y puntería casi perfecta a un arbusto cercano.
–Por nadita se me escapó la chingada torcaza. A la próxima la tumbo.
Lencho brinca una cerca de piedra. No puede evitar decir lo que repite a menudo:
–Ya entramos a los terrenos de los cabrones González. Los tienen abandonados. Mejor nos los dieran al ejido.
–Así el terreno para el proyecto de los venados sería más grande. Y con suerte con eso ya no te irías al norte.
– ¿Los venados quesque va a dar el gobierno? Seguro me muero de viejo por esperarlos. ¡Mejor me voy al norte!
–¡Chale, que pesimista! Le pregunté a mi maestro de geografía y me dijo que el venado se va a dar bien aquí. Disque era endémico ¡Sepa que es eso de endémico! Pero hoy le vuelvo a preguntar.
–Mi maestra de historia de México dice que a ver si el ejido consigue el proyecto de los venados. Que ella lo duda mucho. Que sólo que hagamos otra revolución como la de hace cien años. Que eso sí sería celebrarla de a de veras.
El resto del camino lo hicieron en silencio, hasta que Beto divisó a dos amigos y corrió para juguetear con ellos. Lencho siguió caminado al paso, se le acercó una muchachita de su edad y siguieron platicando hasta la puerta del salón de clase.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Nuevo León

Habla el Profe I
A ver, ustedes, los que escriben esta historia, hoy voy a narrarles una anécdota que oí hace mucho. Quien nos la contó fue uno de nosotros, aunque ahora ya no lo es, o no lo es del todo, vayan ustedes a saber. Hace tiempo que ni lo vemos ni hablamos con él. Se llama Ricardo. Ricardo Esquivel.
Fue en aquellos tiempos en que andábamos iniciando la construcción del partido en Monterrey. Algo así como 1975. Éramos seis y vivíamos en una casa-taller que rentaba la compañera de un trailero: tres cuartos, uno de ellos con una estufa y una tarja. Un baño completo. El patio de la casa se alargaba escasamente dos o tres metros hacia el frente.
Ricardo llegó una tarde en que estábamos reunidos con habitantes de alguna de las muchas colonias irregulares que por aquel entonces existían en Monterrey. Como otros, los ahí reunidos habían invadido sin ninguna autorización predios baldíos y estaban constantemente amenazados de ser desalojados con violencia por la policía del gobierno en turno. De hecho Esquivel vivía en una de esas colonias de posesionarios.
Con apenas veintitantos años a cuestas Ricardo estuvo muy callado y atento toda la reunión, pero al finalizar pidió la palabra.
– Donde vivo hay algunos muchachillos que se drogan diariamente. Vengo a pedirles que me regalen un balón de basquetbol para organizarles juegos en lugar de que se la pasen tomando alcohol o fumando marihuana.
– Nosotros somos un partido político que no regalamos cosas. Sólo les decimos a la gente, como ya oíste, que los invitamos a organizarse para resolver sus problemas. Si quieres quédate con nosotros y te invitamos a una colonia donde al rato vamos a tener otra reunión. Así nos vamos conociendo.
Y Ricardo se quedó por años con nosotros.
En aquella casa que también era taller de una cooperativa que con retazos de telas de algodón hacía discos que se vendían a diversas industrias para pulido de metales, los que ahí vivíamos nos reuníamos cada noche a evaluar el trabajo de organización realizado y planear las actividades siguientes. Ricardo se convirtió pronto en un asistente más a dichas reuniones, dejó para más tarde el asunto de los deportes juveniles y nos fuimos haciendo amigos, además de compañeros de trabajo.
Fe así como un día nos contó un episodio de su vida sucedido unos cinco años antes, cuando era obrero de la fábrica de galletas Gamesa.
Obrero de mantenimiento por las mañanas en la sección de empaque, Ricardo tocaba por las noches la batería en el conjunto de un bar ubicado en un barrio muy popular. Por eso y otras razones tenía mucho arrastre con las muchachas del departamento en que laboraba. Los supervisores, capataces en mejor español, sobre explotaban al personal acelerando el ritmo de las bandas de empaquetado, que por entonces era manual. Esqivel empezó la defensa de las mujeres que empacaban disminuyendo la velocidad de las bandas transportadoras. Los capataces sospecharon que era él quien bajaba el ritmo, pero no pudieron probar nada. El joven continuó organizando la resistencia y la lucha entre las obreras de su sección, sin contar con el sindicato, que era charro. De la CTM por cierto.
Aunque nadie podía probar que Ricardo Esquivel era quien bajaba el ritmo de las bandas de empaque, los capataces informaron a sus superiores que además alentaba las protestas de las muchachas que empacaban. La administración empezó a perseguir a Ricardo. Como avisos y malas caras de supervisores no funcionaron procedieron a cansarlo asignándole los trabajos más disímiles y hasta absurdos. Ricardo continuó alentando resistencia aunque ya no estaba en contacto con las mujeres y sólo las encontraba en ciertos descansos o a la salida del trabajo. Continuaron hostigándolo. Lo mandaron a trabajos peligrosos. Esquivel no cejó.
Como trabajaba en solitario los administradores decidieron comprarlo, como a los líderes charros. Le ofrecieron vacaciones pagadas en el lugar de su preferencia, Acapulco incluido. Ante su negativa, le pusieron enfrente un cheque sin cantidad para que él la anotara. Joven, impulsivo y sin experiencia, como lo reconoció cuando nos contó esta historia, Ricardo se enojó rompió el cheque, salió de la oficina y jamás regresó al trabajo, pero mantuvo la lucha obrera alentándola desde afuera. Soltero y sin gastos se dedicó a organizar a las chicas de empaquetado cuando salían de la planta, hasta el punto que ellas iniciaron una huelga de hecho. Fue entonces cuando los patrones sacaron las uñas y utilizaron al propio sindicato y a los golpeadores del mismo para romper la huelga con violencia sin importar que fueran mujeres las que estaban en paro. Los esquiroles localizaron a Ricardo, le dieron una golpiza y lo amenazaron con peores represalias si tan sólo sabían que seguía en contacto con las obreras. Represalias no sólo contra él, si no sobre todo contra ellas. Desanimado abandonó la lucha hasta la tarde aquella en que nos encontró y retomó no ya la organización obrera pero sí la popular y campesina.
Pasando el tiempo muchas veces lo invité a retomar el trabajo de organización obrera. Nunca quiso. Argumentaba que la CTM, o el sindicato oficialista correspondiente, tenía el control absoluto de cualquier movimiento sindical y cualquier lucha sería brutalmente reprimida. Para el caso de Monterrey su argumento era totalmente cierto y para los tiempos que corren en este siglo XXI y con los gobiernos que padecemos también.
Pero la revolución de 1910, uno de cuyos antecedentes lo encontramos en el sindicalismo de los hermanos Flores Magón, aunque a la postre originó un sindicalismo oficialista como el descrito, también abrió caminos diferentes.

Habla el Profe II
Hay unas pocas casas, no más de veinte, construidas al lado sur de una carretera poco transitada en aquel año 1977. La vía es el libramiento que une la autopista Monterrey-Saltillo con la salida de Monterrey a Laredo y corre de este a oeste en términos generales. Las viviendas son grises y chatas, aunque están construidas en un desplante que pretende ser urbano, con sus cortas y polvosas calles formando una retícula cuadriculada. El grupo de casas no es un poblado rural pero tampoco colonia de ciudad alguna. Sus habitantes son casi todos campesinos que la gran urbe de Monterrey amenaza con engullir. La cercanía del libramiento permite comunicación con la ciudad cercana, pero a partid del borde norte de la carretera todavía no hay ni una sola casa en muchos kilómetros de extensión. Cientos de hectáreas están resguardadas por tres hilos de alambre de púas. Dos o tres kilómetros más al norte, paralelo al libramiento, pasa un río, con un vado conocido como Paso Cucharas cuyas riveras tienen altos y frondosos árboles. Salvo ese manchón siempre verde, el gran llano reseco que se extiende frente al grupo de casas que se debate entre poblado rural y colonia marginal urbana, tiene uno que otro huizache desparramado en el pastizal seco y blanquecino salpicado también por uno que otro nopal o con agaves diversos. Los pobladores saben que esos terrenos nunca han sido cultivados ni utilizados para el pastoreo de ganado, ni mayor ni menor. A seis o siete kilómetros por la carretera se encuentra un camino de terracería que conduce a otro grupo de casas, solamente cuatro, diseminadas en otras tantas pequeñas propiedades rurales, no mayores cada una a tres o cuatro hectáreas. Los campesinos dueños de esos terrenos sienten que están muy lejos de la ciudad; sobreviven con pequeñas cosechas de maíz para el autoconsumo y el pastoreo de pequeños ganados de chivos y borregos en tierras que suponen erróneamente sin propietario. Las cuatro familias ahí asentadas sueñan desde hace mucho en convertir en ejido las tierras en que han pastoreado desde que tienen memoria, pero como sus casas no llegan a constituir un poblado ni ellos completan en número de campesinos necesarios para solicitar ejido, piensan que su sueño es sólo eso.
Los habitantes del primer grupo de casas del que hablamos arriba son en cambio campesinos que están dejando de serlo. Uno de ellos, de nombre Casimiro Herrero, recibió en herencia dos hectáreas y media al sur del libramiento y colindando con él hace apenas cinco años. El terreno, ligeramente más elevado que las tierras circundantes, es árido y rocoso; aunque llueva no hay cosecha que se dé en ese pedregal y vivir sólo en medio de la nada es una idea que no le atrae a Casimiro, que además sobrevive de subempleo marginal urbano desde hace tiempo. De joven vivió como peón agrícola en el vecino municipio de Villa de García pero la necesidad lo llevó a buscar trabajo en la gran metrópoli. En Monterrey ha trabajado en muchas cosas, desde barrendero municipal hasta peón en la construcción y ayudante de carpintero, pero su fantasía es vivir del campo, produciendo maíz y pastoreando un buen rebaño de ganado menor. Como las dos hectáreas y media heredadas ni siquiera lo acercan a su sueño, Casimiro ha decidido invitar a muchos de sus conocidos a vivir en esas hectáreas sin pagar renta ni ser invasores de predios urbanos –paracaidistas les llaman en Monterrey–. Así nace el grupo de casas al borde de la carretera. Muchos de los que han aceptado la invitación de Casimiro son como él campesinos que han venido a probar suerte a la gran urbe. Son “subempleados suburbanos” como miles de los migrantes que diariamente están llegando a Monterrey atraídos por el espejismo de la gran metrópoli, pero cuando en la tarde y después de un penoso peregrinar para llegar a su casa se toman un descanso, contemplan con nostalgia los terrenos del otro lado de la carretera y se piensan viviendo de trabajos agrícolas o pecuarios. La realidad convierte su sueño en pesadilla cuando al día siguiente tienen que salir antes del amanecer de su casa, caminar tres kilómetros para bordar un pésimo trasporte urbano que los conduce a un trabajo nunca seguro y siempre mal pagado que jamás habían desempeñado antes y que no les brinda ninguna satisfacción.
Entre estos pobres y marginados mexicanos renació la esperanza cuando Casimiro se topó casualmente con un grupo de jóvenes que pretendían sembrar un nuevo partido político en el estado de Nuevo León e invitó a sus amigos a escuchar a uno de ellos. Cómo fue eso posible, se los platicaré dentro de poco.

Habla el Profe III
Eran los tiempos en que se empezaba a construir un nuevo partido en Nuevo León. Éramos seis muchachos inexpertos viviendo en una casa taller donde unas mujeres organizadas en cooperativa producían discos para pulir metales a partir de recortes de telas de algodón. Por cierto la casa la rentaba la esposa de un trailero, el menos joven del equipo de seis constructores del nuevo partido. Encabezaba el grupo un tamaulipeco con experiencia en luchas estudiantiles y un poco más de un año de lucha construyendo el partido en otros estados de la república: Pablo Vilchis es su nombre. Cierto día Pablo me dijo:
– Profe, vinieron dos campesinos desde el municipio de Cerralvo. Alguien de la colonia Veteranos de la Revolución les contó de nosotros. Dicen que forman parte de un grupo grande que quieren tierras ejidales. No saben por dónde empezar. Nos invitan a una reunión dentro de cinco días, el próximo sábado. Nos esperan a las diez de la mañana en el kiosco de la plaza principal de la cabecera municipal. Vas a ir tú a atenderlos.
Yo no sabía nada de movimientos ni de luchas campesinas. “No importa” me dijo Pablo, “aquí tienes una Ley de la Reforma Agraria; con esta arma puedes hacer cualquier cosa” y durante un poco más de media hora me habló, con la esa ley en mano, de los artículos que abrían la posibilidad de luchar por la tierra, contra el latifundio y por la propiedad colectiva de los medios de producción en el campo. “Hay que saber buscar lo que favorece a la lucha y a la organización” terminó diciendo y me dejó estudiando la ley, actualmente abrogada, que llegué a conocer y manejar bastante bien.
El sábado convenido fui al encuentro del grupo. Nos reunimos en una casa en las afueras de Cerralvo ese sábado y otros tres más. El grupo era muy inestable, venían unos, se iban, venían otros. Decidimos que las siguientes reuniones las haríamos en Monterrey, donde vivían varios de los asistentes a dos o tres de las reuniones. El grupo nunca se consolidó, pero uno de los asistentes más asiduo se llamaba Casimiro Herrero. Les hablé de él hace poco.
Ya sabemos que, aparte del sueño de ser ejidatario, Casimiro había heredado unas cuantas hectáreas próximas a Monterrey, pero bastante lejanas de la ciudad; podían considerarse rurales. Las reuniones de Cerralvo se cambiaron a la colonia que se estaba formando en esos terrenos. Ahí sí se consolidaron las juntas semanales con campesinos semiurbanos que estudiaron la Ley de la Reforma Agraria entonces vigente, la usaron convenientemente y dieron una lucha larga y tenaz para constituirse en ejido, que terminó en derrotas, no absolutas pero sí dolorosas. Nostalgias vendrán aparejadas con remembranzas y otros conocedores de luchas agrarias como Felipe Gómez, Jacinto Arriaga o Tomás Cruz, que observaron sin participar tales combates, aparecerán en nuestros sueños para completar los recuerdos que apuntan tercamente hacia el futuro.

Habla el Profe IV
Ya les conté cómo se formó una colonia semi urbana al norte de la ciudad de Monterrey y cómo fue que llegué a esa colonia. Ahí se formó un organismo importante del partido en que militaba y que se estaba construyendo en Nuevo León. Para entonces ya había una dirección estatal del partido, la cual me hizo responsable de atender al grupo recién formado y que con el tiempo conoceríamos como grupo “Cucharas”, por llamarse así el paso del río que estaba relativamente cerca. Mi responsabilidad era hacer que el grupo se reuniera cada semana, el mismo día y a la misma hora, estudiara, analizara, y tomara acuerdos para mejorar su situación y así prepararse para colaborar en la mejoría general de la sociedad.
No recuerdo haber logrado tanto, pero las reuniones semanales se mantuvieron mucho tiempo; conmigo casi un año. Poco a poco se fue configurando el principal objetivo de la reuniones: formar un ejido solicitando las tierras que nos sonreían del otro lado de la carretera. Que sonreían lo asegurábamos nosotros sin dudar, por más que esas tierras ni llorar podían de tan abandonadas que estaban.
Pero en fin: se estudió bien la Ley de la Reforma Agraria y se formó el Comité Particular Ejecutivo, órgano legal de gobierno y de representación del grupo que demandaba ejido. Fueron setenta y tres los campesinos que se señalaron con derecho a tierras. Firmada la solicitud se entregó a la autoridad correspondiente y nunca más hubo respuesta oficial a la misma. El grupo guardó la solicitud con el sello oficial de “recibida” y con ella en la mano inició una larguísima guerra burocrática que no hizo avanzar el trámite ni un milímetro.
Casi un año después, con un partido estatal más consolidado y estructurado, en una reunión del Comité Central del partido fui comisionado a la ciudad de Monclova para sembrar allá el partido y me despedí del grupo de Cucharas, que siguió reuniéndose cada ocho días. Finalmente el grupo decidió invadir los terrenos solicitados. El gobierno estatal los sacó de las tierras y ahí terminó la lucha.
– ¡Qué mal informado estás! – casi grita, furioso, Felipe Gómez desde su lugar – sí invadieron y sí fueron desalojados, pero ahí no terminó la lucha – añade ya más calmado – además hay mucho que contar en torno a la invasión ¿O ya no te acuerdas, Profe?
– Pues entonces te toca seguir narrando, porque si yo continúo seguramente inventaré muchas cosas.